domingo, 14 de enero de 2018

Retropost #1958 (14 de enero de 2008): Enfermedad profesional

Es conocido mi interés (puramente académico) por la vanidad. En lo que no había caído es en que se trata de una enfermedad profesional. En Fírgoa: Universidade Pública hay un interesante artículo sobre esto, y otras cuestiones: sobre la evolución de la Universidad, y sobre el cambio en la figura del profesor e investigador: José Carlos Bermejo Barrera, "La traición de los profesores y la pérdida de la dignidad académica". En línea con las diatribas de Julien Benda contra los "clérigos" que se metían a comisarios políticos—aquí se denuncia también el abandono de su "espacio propio", el conocimiento, especialmente en estos años de privatización de la Universidad.

Se trata únicamente de analizar cómo los profesores universitarios se han definido a sí mismos en relación con el cultivo del conocimiento, con el poder político y con la riqueza, y cómo, en un determinado momento histórico (a partir de comienzos del siglo XIX europeo) consiguieron crearse un espacio social propio en el que lograr su reconocimiento social a partir de su trabajo y su labor específicos.

Ese fue el espacio académico, del que se derivó en otros tiempos un prestigio social que se desprendía del reconocimiento, tanto por parte de las comunidades académicas como por parte del cuerpo social, de un conjunto de valores propios de las universidades, diferentes de los valores políticos, y por supuesto del valor básico de la economía: el valor de cambio.

Aunque, por matizar, creo que no existe una oposición tajante, sino más bien un continuo, entre los valores académicos y el valor de cambio. Porque el reconocimiento académico también es una forma de valor de cambio, al haber una cierta circulación, todo lo indirecta que se quiera entre el prestigio intelectual y profesional, y la influencia política o los beneficios monetarios que le acompañan.

Traza Bermejo una genealogía del "intelectual" (desde los escribas, los sacerdotes y los filósofos griegos) y de su autoimagen. A San Agustín se remonta el análisis de la libido académica, que lleva a distinguir entre "profesores monjes" (los clérigos de Benda, interesados por el saber mismo) y "profesores cortesanos", en los que su actividad va subordinada al poder político o económico. De Pierre Bourdieu importa Bermejo el concepto del prestigio como ideología (—y por aquí llegamos a la vanidad). Es interesante cómo se reorganiza el prestigio en la era del trabajo en equipo y la investigación a base proyectos organizados y cuantificados (cuantificados en su financiación y en sus índices de calidad, a veces indistinguibles):

En ese mundo de la producción científica masiva ya no existen figuras de grandes pensadores o científicos, sino grupos de científicos industrialmente organizados, y de aquí se deriva un problema.

Ya no existe la distinción intelectual entre grandes, medianos y pequeños científicos. Sin embargo los científicos tienen que ser jerarquizados. En primer lugar por razones económicas e institucionales, y en segundo lugar por motivos académicos y psicológicos.

Todo científico busca el reconocimiento, pero es imposible encontrarlo destacando en esa enorme masa de trabajadores anónimos de la ciencia. Por ello se han establecido criterios de distinción, o excelencia, de tipo cuantitativo, que han llevado a desarrollar un sistema absurdo de clasificación de trabajos (Bermejo Barrera, 2007, pp.2 1/40). En ese sistema, tal y como hemos analizado, desaparecen los criterios cualitativos y son sustituidos por otros meramente cuantitativos.

Se supone que existe una unidad de medida de la ciencia, que es el paper, o artículo, independientemente de su contenido, que nunca se juzga. Los artículos se suman, matizando su número con índices externos de calidad que dependen de un rango convencional de publicaciones científicas, que asumen la distinción intelectual, ausente del trabajo científico anónimo. Sumando artículos, tipos de revistas y número de citas (consideradas también como de valor absoluto, ya que cada cita es una unidad) se puede numerar a un científico con un índice, en el que la cantidad sirve como sustituto de la calidad y la antigua distinción o jerarquía intelectual.

Es evidente que estos índices no tienen ningún valor, más que el de satisfacer la necesidad de reconocimiento de cada científico, muy necesaria en el caso del trabajo intelectual, como ya habíamos visto, y de proporcionarle así una satisfacción personal, que además le puede ser útil para progresar en el ámbito de su comunidad científica, o dentro de las instituciones académicas o la industria.

(—Aquí habría que matizar, claro: los índices cuantitativos de calidad se basan, al menos idealmente, en una cuantificación de valoraciones positivas, y naturalmente tienen un valor en la institución que sustenta la disciplina, que es a lo que van: porque estamos hablando de organizar una institución, reparto de puestos jerárquicos, de dinero... etc. Otra cosa es el valor o interés que pueda tener para una persona un artículo que es "de calidad" por haber sido valorado positivamente por otra persona).

La asunción de la tecnociencia como valor exclusivo del conocimiento supone, pues, la sentencia de muerte de las viejas universidades como promotoras básicas del conocimiento, y el inicio de este proceso de extinción parece alcanzar una velocidad imparable, a pesar de que muchos científicos académicos no quieran darse cuenta de ello.


Lo curioso del caso es que ese mismo proceso parece que quiere ser imitado por parte de aquellos universitarios que cultivan las Humanidades y las Ciencias Sociales, dos tipos de conocimiento diferentes a las tecnociencias, tal y como ha señalado Wolf Lepenies (Lepenies, 1994), y que no pueden ser medidos por los mismos patrones.

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... se pretende convertir el estudio de todas las humanidades en un recurso secundario para el desarrollo de la industria del entretenimiento y del ocio, y para el desarrollo del turismo. De ser esto así las humanidades, complementarias de las técnicas de publicidad y marketing necesarias para la venta de recursos turísticos y de objetos culturales de consumo masivo, habrían perdido todo su sentido.

Si aquellos que cultivan las humanidades pretenden seguir el camino de la tecnociencia acabarán por rematar el proceso agónico en el que las universidades inevitablemente están entrando, puesto que la investigación en estos campos estaría financiada no por un tipo de empresas que ante todo necesiten demostrar la eficacia de sus productos frente a otros de la competencia, sino por otras que simplemente tienen que crear productos para el entretenimiento - carentes de función práctica- , como todos los dedicados al ocio que sólo valen en cuanto que son rentables. La ley de Gresham, una ley básica de la economía, nos hará comprender fácilmente que en ese mercado del ocio la moneda mala desplazará necesariamente a la buena y se desarrollará un proceso de empobrecimiento y trivialización de la cultura, al que ya estamos asistiendo, y que parecen saludar con entusiasmo unos académicos que han decidido sustituir los valores del conocimiento por el único valor del dinero, sentando así las bases para la pérdida de la dignidad de sí mismos y de las instituciones en las que se mueven.

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La dignidad de los intelectuales ha sido enormemente frágil en la historia occidental, debido a su falta de independencia económica y a su vinculación y dependencia de los poderes religioso y político. Pero hubo algunos intelectuales y profesores, quizás no muchos, que hicieron que esa dignidad fuese posible. Los intelectuales y los profesores, como todos los demás seres humanos, están caracterizados por una serie de vicios y defectos que a veces derivan de la estructura sociopsicológica de su profesión. Y uno de esos defectos fue casi siempre la vanidad, a la que se confundió con la dignidad, y que pudo ir unida al elitismo y al espíritu de cuerpo.

Esa vanidad, fruto de la fragilidad psicológica de los intelectuales, fue muchas veces la fuente de errores garrafales, como los de Heidegger, Unamuno y Ortega, y puso de manifiesto, en estos casos y en tantos otros, que la grandeza intelectual no es incompatible con la torpeza social, e incluso con la lisa y llana estupidez personal y política.
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El juego del reconocimiento y la relación dialéctica entre el especialista en el conocimiento, al que llamaremos el  sabio, y su comunidad tiene una historia muy larga y compleja, en la que los factores económicos, sociales y políticos se entremezclan con la compleja interrelación que en las personas de estos especialistas en el conocimiento tiene lugar entre la vanidad y la dignidad, a veces muy difíciles de distinguir.

(—Y tan difíciles. La dignidad de uno es vanidad para el otro).
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Hoy en día, cuando muchos profesores querrían ser empresarios, o una caricatura de los mismos, políticos, o simples aduladores de los verdaderos políticos, o quizás compartir el poder y el terror que puede proporcionar el uso de la fuerza militar, deberíamos reivindicar la frágil dignidad de los intelectuales que alguna vez brilló momentáneamente en el transcurso de la historia.

Por ello, quizás fuese oportuno concluir con unos breves versos de Leonard Cohen:


“Like a bird on the wire,
like a drunk in a midnight choir,
I have tried in my way to be free”

(“Bird on the wire”).

Pero a ver quién es el guapo que lo consigue, cuando en la historia esto ha sido un ideal (ideológico) más que una realidad. Un ideal necesario, claro. Hay que intentarlo— siendo conscientes de la vanidad de esos intentos.

Interprétese en línea con mi diatriba crítica sobre la investigación en grupo (o tribu).



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