sábado, 21 de noviembre de 2015

Retropost #420 (19 de julio de 2005): Partidos y sectarismo




Este post pegaría más el 18 de julio de infausta memoria, pero ayer me pilló por sorpresa la muerte de mi compañero de trabajo. Sorpresa desagradable también hubo el 18 de julio de 1936, cuando el sectarismo del gobierno de izquierdas y su atención selectiva a los desórdenes públicos provocó la rebelión sangrienta del nefasto Caudiño (siguiendo esta lógica: como hay decenas de muertos por terrorismo, vamos a solucionarlo con una matanza generalizada de un millón de personas). Según Stanley G. Payne (y según muestran los resultados de la guerra), el gobierno de Azaña había subestimado muchísimo la capacidad de convocatoria que podría tener una rebelión militar, una "sanjurjada" todo lo más según creían ellos. Por tanto, al margen (mucho margen) de su sectarismo en cuestiones de orden público, el gobierno republicano fue muy miope a la hora de calcular tanto la violencia de la reacción de la derecha como la fuerza relativa de uno y otro bando. Era un gobierno legítimamente constituido, pero no basta con ser un gobernante legítimo para ser un buen gobernante. Y los rebeldes no tenían la ley de su parte, pero tenían algo mejor: la fuerza, que es la que instituye la ley en caso de duda. Una ley sectaria, claro, una vez el enemigo estaba bien derrotado y masacrado; cuarenta años de paz sectaria y monopartidismo. Lo más irónico es el nombre del partido del estatismo estatal: el Movimiento.

Los gobiernos republicanos se constituyeron, como todos los gobiernos democráticos, con una mayoría de votos que, ya con el dominio de un partido o con alianzas estratégicas entre partidos, deja apartado fuera del gobierno ya sea al segundo partido más votado, o al más votado. Este procedimiento de alternancia entre partidos es el que viene rigiendo desde el desarrollo del sistema parlamentario moderno en la Inglaterra del siglo XVII, con las intrigas y confrontaciones entre Whigs y Tories. Es lo que entendemos por democracia. Esta palabra no es un concepto: es una palabra que significa "gobierno del pueblo", pero el pueblo nunca gobierna; gobiernan sus representantes elegidos, elegidos de maneras muy diferentes y por sectores de la población muy diferentes en la antigua Grecia y en las democracias occidentales modernas. Quizá habría que llamarlo en la práctica "partitocracia", o "politicocracia", o "representanticracia".

En cualquier caso, el sistema democrático encuentra no sólo aceptable, sino más bien indiscutible, que el gobierno debe corresponder a un partido, o a una alianza de partidos, con exclusión de aquellos que no entran en la alianza. Por tanto, aunque las elecciones son "democráticas", y también lo es la composición del Parlamento, el gobierno no es "democrático", es "mayoricrático". Así, en las últimas elecciones gallegas, el partido que ganó las elecciones por un amplísimo margen, el PP, no puede constituir gobierno, porque el gobierno se constituye con una mayoría de votos, y los socialistas más los nacionalistas suman mayoría. Conversamente, estos socialistas y nacionalistas, que ahora tienen por vez primera la mayoría de representantes, le tenían muchas ganas al gobierno del PP porque desde la noche de los tiempos todos los votos de ellos, la práctica mitad de la población gallega, no han conseguido darles una participación en el gobierno. Esto es el funcionamiento habitual de la partitocracia. Más inhabitual es aquel famoso pronunciamiento de Rodríguez Zapatero con ocasión de las elecciones generales del año pasado: que había de formar gobierno el partido que ganase las elecciones. Esto ya es más raro (y vemos que, por ejemplo, no se aplica a las elecciones gallegas). También, sin duda, se habría prestado a matices de haber podido desplazar el PSOE al PP con la ayuda de otros grupos, aun siendo todos menos votados que el PP. Pero como principio es un principio interesante: que el partido más votado no se vea excluido del gobierno. ¿Suena lógico? Bueno, pues es una lógica que se contradice con otras lógicas democráticas más potentes ahora mismo.

Otra cosa que podría ser lógica en un mundo posible menos sectario: que los dos partidos más votados tuviesen, obligatoriamente, que constituir gobierno conjunto. No les gustaría, no... Pero quizá no hubiese más tensiones dentro del gobierno de las que hay entre gobierno y oposición, y quizá encontrasen más práctico dedicarse cada cual a su administración, y hacerlo eficazmente, en lugar de inflar motivos de confrontación ante el aburrimiento generalizado de la ciudadanía. ¿Sería tan disparatado que se repartiesen las Consejerías gallegas, o los ministerios a nivel nacional, el PSOE y el Partido Popular, con una cuota de poder proporcional (y razonable por motivos de eficacia) para partidos más minoritarios? Bien conocidos son los Presupuestos Generales del Estado, las proporciones de gasto en cada partida y las cantidades que van a cada ministerio. Más razonable, en una democracia (y no partitocracia) sería que los partidos se viesen obligados a administrar una cantidad de dinero público proporcional a los votos recibidos, o a los representantes obtenidos (que no es lo mismo tampoco). Ahora, un partido que haya obtenido los votos de, pongamos, el 25% de la población, y tiro muy por lo alto, administra el 100% del dinero. Otra aplicación de la máxima de Cristo, aquella de "tened y se os dará más".

El sistema que propongo supondría una participación democrática proporcional no sólo en el poder legislativo, a través del Parlamento, sino en el poder ejecutivo, en la composición del Gobierno, o más exactamente, en la proporción de fondos administrados. Sería, desde luego, un sistema en el que la dinámica de confrontación entre partidos seguiría otro tipo de derroteros. Quizá no fuese en el fondo muy distinta, pero sí sería más democrático el gobierno (y no sólo el Parlamento). Y habría menos espacio público para el sectarismo que consume el 99% de las energías de los partidos. ¡Igual se reducía a un 80%! No parece mucho pedir. También se evitarían, o reducirían, manipulaciones de otra índole, como las que llevan a cabo los partidos nacionalistas como Esquerra Republicana, que influyen en la política nacional en una proporción desmesurada a su número de votos. En el País Vasco también sería diferente la actuación de un gobierno en el que por ley hubiesen de participar los principales partidos del parlamento vasco. Desde luego, en cualquiera de estos ámbitos, la capacidad de acción del gobierno respondería más ajustadamente a la realidad del país, y dejaría de verse como un comportamiento democráticamente aceptable la exclusión sectaria de partidos muy votados. Actualmente, la eventualidad de verse excluidos del poder ejecutivo, la certeza de que han de tener o todo o nada, por las reglas de juego establecidas por el sistema, es lo que acentúa el sectarismo que ya de por sí es inherente a la existencia de partidos. Ese todo o nada, como todos los todo-o-nadismos (o CASI todos los todo-o-nadismos,-jeje), es un elemento de distorsión de la realidad. Este es uno de los aspectos manifiestamente mejorables de la Constitución.

De este partidismo ciego que envenena y distorsiona la vida pública surgen también las lecturas sectarias de la Guerra Civil que tanta fortuna están haciendo en las listas de libros más vendidos: versiones sectarias de la historia que son impulsadas por los partidos. Estas falsificaciones de la historia son posibles, y ventajosas, en un sistema político donde el sectarismo es aceptable y rentable. Habría que buscar maneras de moderarlo, y de convertir a los partidos en medios, y no fines, para el gobierno. El sistema de gobierno por mayorías de partidos se creó en los siglos XVII-XVIII. Parece que, con los medios de comunicación hoy disponibles, podría mejorarse sustancialmente; cuesta creer que lo que valía para el siglo XVIII siga siendo idóneo para el siglo XXI. ¿Habrá algún partido que proponga alguna medida en este sentido? Es más que dudoso. Y sin embargo puede que el sistema vaya rodando, lentamente, hacia algo parecido.





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