sábado, 28 de abril de 2012

Inmaterialismo, o Mankind in a Nutshell

Leyendo Epic of Evolution, de Eric Chaisson, paso de la Era de las Partículas y la Era de las Galaxias a la Era de las Estrellas. Una estrella sigue una evolución casi podríamos decir que vital, con origen, desarrollo y muerte—casi cree uno estar releyendo el Star Maker de Stapledon. Las estrellas tienen destinos diferentes: las estrellas como nuestro sol se apagarán gradualmente, pero las de masa superior a un punto crítico estallan violentamente como supernovas, creando catástrofes cósmicas a su alrededor, expulsando cantidades inimaginables de materia a velocidades de miles de kilómetros por segundo, y activando en el proceso la creación de nuevos mundos. Nuestro mundo y nosotros mismos procedemos de una de esas catástrofes, pues los elementos pesados que nos rodean no han sido creados en el sistema solar, que es más reciente y carece de la energía necesaria para ello. El mismo carbono que forma nuestros cuerpos procede del interior de estrellas desaparecidas. Somos, literalmente, polvo de estrellas. Y nuestro sistema solar, a pesar de las inimaginables distancias que lo separan de otras estrellas, no está autocontenido, ni ha evolucionado independientemente. La materia misma que lo constituye deriva de otros sistemas anteriores, y la propia evolución de la vida es resultado de catástrofes cósmicas remotas, como las que quizá también la hayan interrumpido o reorientado causando extinciones masivas, cuando explota una estrella cercana y aparecen dos soles, asoladores, en el cielo del día.

En la explosión de una supernova, la materia que no es expulsada sufre una violenta contracción y una transformación súbita: la gigantesca estrella queda reducida a una esfera de unos pocos kilómetros de circunferencia, en la que toda la materia se ha compactado hasta límites inimaginables y se ha convertido simultáneamente en neutrones—neutrones que en lugar de estar en el núcleo de un átomo, con electrones en torno creando átomos equilibrados por fuerzas positivas y negativas, están apiñados y en contacto cercano, creando un material de densidad extrema. Toda la materia necesaria para hacer nuestro sistema solar, y más, ha quedado comprimida en esta roca neutrónica, que gira sobre sí misma a velocidades enormes (a veces se detectan sus señales en forma de púlsar).

Una estrella de volumen todavía superior a esta masa crítica se hunde sobre sí misma tras estallar, y, aplastada por su propia gravedad, se convierte en una singularidad incomunicada, un universo aparte inexistente, un agujero negro—una nada activa en medio del ser.

Cree la ciencia que todo lo que existe surgió de la nada—pero la nada no desapareció, podríamos decir que está al acecho disimulada en la constitución misma de todo, en su centro. Y toda la materia necesaria para constituir el género humano, todas las personas de la Tierra, cabría en una estrella de neutrones en el volumen de un guisante, o en el interior de una cáscara de nuez. El resto es vacío. Somos, según se nos mire, pura apariencia, o nada en absoluto, quintessence of dust. Somos, y el mundo con nosotros, una ilusión cósmica, o un juego de fuerzas suspendidas en equilibrio—más etéreos que los hologramas de nuestra imaginación. Somos, mayormente, ideas o impresiones, cuerpos casi angélicos, porque la materia que entra en nuestra composición es realmente muy poca. Y según cómo se nos mire somos todos como Cecilia, nada de nada.

 

 

(O, como dice Philip Roth,

"The treacherous imagination is everybody's maker— are all the invention of each other, everybody a conjuration conjuring up everyone else. We are all each other's authors"

 The Counterlife. 145).

 

 

 

 

                                          —oOo—


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