viernes, 2 de abril de 2010

Westward from Death



 

 The Lemmings

Once in a hundred years the Lemmings come
W
estward, in search of food, over the snow;
Westward, until the salt sea drowns them dumb;
Westward, till all are drowned, those Lemmings go.
Once, it is thought, there was a western land
(Now drowned) where there was food for those starved things,
And memory of the place has burnt its brand
In the little brains of all the Lemming kings.
Perhaps, long since, there was a land beyond
Westward from death, some city, some calm place
Where one could taste God's quiet and be fond
With the little beauty of a human face;
B
ut now the land is drowned. Yet still we press
Westward, in search, to death, to nothingness.




 Este soneto lo escribió John Masefield en 1916— y seguramente se detecta en él algo del sentimiento de irracionalidad, absurdo y desesperación que acompañó a las matanzas de la Primera Guerra Mundial. Pero otras raíces del poema van más lejos, a la crisis de fe provocada por el desarrollo de la ciencia ya en el siglo XIX. La misma crisis que haría decir a Matthew Arnold que "en el pasado había religión... hoy hay organizaciones religiosas". Para Arnold, la eficacia de la religión no estaba en su sentido literal (desacreditado por la ciencia moderna) sino en su sentido mítico: los valores éticos y espirituales que compartía con la gran literatura. Sería Arnold en gran medida quien con su influencia añadió al estudio de la literatura la solemnidad de quien está tratando con las fuentes mismas de la espiritualidad. Aunque se cuidaba mucho de ir por allí como Nietzsche dando voces de que "Dios ha muerto".

En el soneto de Masefield se detecta una nota inquietantemente moderna, darwinista podríamos decir, si Darwin hubiese llegado tan lejos, pues en estas cuestiones andaba Darwin más de puntillas todavía que Arnold, por no ofender a su entorno victoriano. La nota que digo no es sólo la analogía general entre el comportamiento humano y el animal (los seres humanos como lemmings guiados por instintos), sino más específicamente la idea de que la creencia en la otra vida, en Dios y en la inmortalidad del alma, es una especie de reflejo condicionado de nuestra naturaleza. Es la tesis desarrollada por la sociobiología actual en cuanto se plantea el examen del fenómeno religioso y la creencia en espíritus, dioses, almas y realidades trascendentales.

Hace algunos días comentaba, en "Programados para creer", una conferencia de Adolf Tobeña en la que se exponía esta concepción sociobiológica de la religión como un potente cohesionador social: tan potente, que el escepticismo ha sido con frecuencia considerado como un atentado a las bases mismas de la sociedad. Un más que pequeño problema, el del Occidente moderno: en el que la religión ha pasado de ser el centro del sistema educativo a ser un molesto elemento marginal, que no se sabe muy bien dónde ubicar. Es curioso el caso de Estados Unidos: un estado laico (debido a su origen multiconfesional) y a la vez cristiano por definición, In God We Trust.... 

¿He dicho cristiano? Vaya, se les olvidó especificar lo del cristianismo, aunque estaba dado por supuesto, y ahora tienen tanto sitio en él los musulmanes como cualquier credo cristiano. Un sitio a la vez incontestado y curiosamente descentrado con respecto al discurso oficial: la religión de cada cual es como una costumbre étnica impresentable y molesta que mejor se mantiene fuera de la vida pública. Sin embargo, todavía se puede ir por allí presponiendo que todo el mundo es "creyente", e incluso hacerle jurar a Obama el cargo sobre la Biblia. Aunque mejor sea no indagar mucho en qué cree nadie, exactamente.

Hace poco leía el magnífico libro de Brian Boyd On the Origin of Stories. Allí Boyd también comenta sobre el papel sociobiológico de la religión y de la creencia en la inmortalidad. Es en parte una respuesta adaptativa a la consciencia reflexiva de la muerte: una manera de impedir que ésta paralice la acción y el compromiso de los individuos con los valores de la comunidad. La creencia en espíritus quizá sea también adaptativa, por la ventaja que supone el detectar esquemas intencionales, pero es en parte también un efecto colateral indeseable de nuestra hipersensibilidad a las intenciones. (De esto hablábamos en "La fe como exaptación"). Con lo cual, el examen crítico del pensamiento religioso y el escepticismo consiguiente podrían tener tanto efectos beneficiosos (librándonos de ver intenciones allí donde no las hay) como perjudiciales (atacando la base de unas ilusiones muy ligadas a la percepción de sentido en la vida y a la fuente de los valores sociales). 

Boyd es respetuoso con la religión, señalando sus aspectos adaptativos, e incluso la liga al desarrollo de la teoría de la mente: sería la creencia en agentes invisibles una modalidad del desarrollo de la crítica a las falsas creencias de los otros.

"La religión comparte elementos tanto del arte como de la ciencia. No podría haber empezado sin una comprensión de las falsas creencias—nuestra consciencia de que puede ser que no dispongamos de todo lo necesario para entender una situación—que ha amplificado nuestra curiosidad y nos ha impelido hacia la ciencia. Tampoco podría haber comenzado sin la capacidad de elaborar historias que surgió de nuestra teoría de la mente y de nuestras primeras inclinaciones hacia el arte, como el canto y la ornamentación corporal. La narración echó a navegar mil relatos. Los relatos narrados con más frecuencia no sólo incluían a agentes con poderes memorablemente excepcionales, sino que también ayudaban a resolver problemas de cooperación, insinuando la idea de que somos continuamente vigilados por espíritus que hacen un seguimiento de nuestras acciones y las castigan o las recompensan.
     Además de ayudar a resolver los problemas de asegurar la atención y promover la cooperación, los relatos religiosos también podían tranquilizar las inquietudes que surgían de nuestra consciencia del fenómeno de las creencias falsas. La inteligencia social de la cual emergió nuestra comprensión de las creencias falsas también nos permitió imaginar estar muertos y ver por anticipado el mundo sin nosotros. Trajo consigo una nueva angustia sobre la posible falta de finalidad y sentido de nuestras vidas, aunque esta angustia podía calmarse en cierta medida con historias de espíritus que garantizaban el sentido con anterioridad a la vida humana, o que prometían una continuación de la existencia después.
     La religión y el poder requisaron el arte, no completamente, pero sí sustancialmente, durante milenios. No es que no persistiera el arte como juego, entre padres e hijos, o entre niños, o entre adultos soltando presión. Pero en donde podían, la religión y el poder se apropiaron para sus propios fines la capacidad del arte de apelar a las imaginaciones humanas.
Sólo cuando la ciencia empezó a ofrecer explicaciones de la naturaleza del mundo alternativas, empezaron la religión y el arte a separarse por completo. Cuando la ciencia ofreció una explicación detallada del diseño natural sin necesidad de un diseñador—la teoría de la evolución por medio de la selección naturaleso, más que ninguna otra idea específica, nos despojó de un mundo al que hacían confortable un sentido y finalidad aparentemente garantizado por seres mayores que nosotros." (414)

Aunque se priva Boyd de decir claramente que la religión sea a su vez una fuente de falsas creencias y angustias: sólo entre líneas alude a la desmitificación de la creencia religiosa como algo que tenga que ver a su vez con una teoría de la mente y una crítica a las falsas creencias. ¿Quizá porque tenga dudas de que la iluminación que trae el evolucionismo sea tan promotora de valores sociales, de consuelo existencial, y de entusiasmo vital, como lo es la religión? "No sabemos", nos dice en las palabras finales de su libro, "de ningún propósito garantizado desde fuera de la vida, pero podemos hacer enormes contribuciones a la creatividad de la vida. No sabemos qué otros propósitos la vida puede acabar generando, pero la creatividad nos proporciona nuestra mejor posibilidad de alcanzarlos" (414).

Boyd adopta una postura no tan distinta de la de Matthew Arnold cuando atribuye al arte, y a la creatividad, nuestra capacidad de elaborar respuestas nuevas para enfrentarnos a esta situación descrita por Masefield—en la que "la tierra prometida" se ha sumergido, y nos preguntamos qué hacemos corriendo hacia ella. La creatividad del arte, o la de la ciencia y la tecnología—o la creatividad expresada de otras maneras en la vida social y en el trabajo. Para unos será suficiente el sentido proporcionado creativamente—otros preferirán recurrir a las viejas certidumbres, por inciertas que sean. (Aquí hay otra defensa de las humanidades frente a la ciencia, de Michael Allen Gillespie, que tampoco deja de recordar a Arnold: y también contiene una alusión a los lemmings de Masefield).

Es dudoso que la gente prefiera la verdad por la verdad, si esa verdad resulta ser desagradable, o desilusionante. Como especie, tendemos a preferir creer lo que es obviamente falso, pero reconfortante, antes que las verdades desagradables—nuestra historia así lo demuestra. No sería extraño que, tras este Apocalipsis o Revelación de cómo son las cosas, los humanos descubramos "un nuevo cielo y una nueva tierra", o los inventemos artísticamente, como venimos haciendo desde tiempo inmemorial. Somos creadores de mitos—incluido el mito de la desmitificación. Y es probable que nuestra imaginación artística construya algún nuevo cielo, en otra dimensión, donde queden almacenados los logros humanos para la eternidad. Pero en esa invención no nos ayudará mucho el poema de Masefield, que termina con la palabra "nada", y es por ello fundamentalmente desmitificador, desagradablemente moderno y escéptico. Y lúcido.


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